domingo, 7 de agosto de 2011

La vida desde el borde



La soledad y la tristeza siempre caminan juntas, de la mano.

La soledad y la tristeza con frecuencia invitan a la vejez a un paseo desconsolado de espacios diáfanos limitados por muros gélidos y árboles desnudos de vida.

La vejez se sienta en el borde de un banco de piedra para no molestar.

Se encoje sobre sí misma como intentando retener lo poco que queda y que no se escape con un mal golpe de viento.

La vejez es la factura que nos pasa la vida cuando hemos dado buena cuenta del menú. Es el “qué se debe”.

Son sombras alargadas en pisos escarpados. Son huellas ignoradas que con la caída del sol desaparecerán. Son pasos que se arrastran. Surcos abisales que horadan la piel por las afrentas ganadas, por las guerras perdidas y, como decía Pessoa, por las batallas que se han evitado.

La vejez es fría aunque brille el sol como nunca lo ha hecho.

Es desconcierto, extrañeza, desconfianza. No saber dónde estás pero sí adónde vas aunque desconoces cómo.

La vejez es esperar, esperar, esperar. No hay reloj. Sólo se expira vida. Hasta el último hálito. El vaho es la existencia.

La vejez es una demostración de poder de la vida. No sea que se nos olvide quién manda aquí.

Maldita soledad. Maldita tristeza. Maldita vejez. ¡Cuánta crueldad cuando ya está todo dado!

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